Conciencia

miércoles, 11 de abril de 2007

Sábado 7/abr/07: EstatuAndo

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I: Buenos días

Puerto Vallarta es un hervidero de gente día y noche. Todo tipo de vacacionista se da cita aquí: la señora con la camiseta gigante que trae estampado un Piolín con gorrito marinero, el señor con zapatos de vestir y calcetines estirados hasta el inicio de las bermudas, la rubia jubilada enrojecida hasta el dolor porque se quedó dormida al sol, los canadienses que hablan un francés peculiar, los universitarios reventados que vienen con la esperanza de ligarse a una gringa, el turista de medio pelo que alcanzó una reservación en un hotel a cuatro cuadras del mar, y nosotros. Las palabras misteriosas de hoy son: vacaciones, inmovilidad.

II: La quietud

No se sabe a ciencia cierta quién fue el primer individuo que un día salió disfrazado y maquillado a la calle y se plantó en una esquina a convencer a los demás de que su inmovilidad era merecedora de admiración y dinero. El caso es que a la fecha las estatuas vivientes se encuentran por todo el mundo. Se le han querido rastrear orígenes por muchos lados: el teatro Butoh japonés, en el que los desplazamientos extremadamente lentos juegan un rol elemental; disciplinas orientales como el yoga, en el que respiración e inmovilidad son parte importante de la búsqueda interna; y disciplinas escénicas como la mima corpórea, en la que el lenguaje del cuerpo sustituye al habla. Puede ser un poco de todo eso, o puede ser un arte por sí mismo, el caso es que la escultura humana es una manifestación particular, que siempre despierta la admiración y que requiere del ejecutante un alto nivel de concentración, un entrenamiento técnico apropiado para lograr la inmovilidad y cierto grado de descaro para exponerse a la vista de los demás protegido apenas por un maquillaje y un vestuario con el que el actor se convierte en un personaje que va más allá de lo cotidiano.

III: Vallarta

Si algo distingue el Malecón de Puerto Vallarta es su escultura. Todo el paseo que corre a lo largo del mar a la altura del centro de la ciudad está salpicado de obra escultórica de diferentes autores y estilos que le dan una personalidad propia al lugar. Desde motivos marinos clásicos, como un hipocampo, al surrealismo de las sillas gigantes de Alejandro Colunga, pasando por variadas representaciones de lo real y lo fantasioso.

A esta colección se piezas de bronce se unen durante semana santa media docena de estatuas humanas que representan a diferentes personajes y que provocan reacciones variadas en la gente: hay una estatua cubierta de lodo marino que ocasionalmente larga discursos sobre el universo y la nada; hay un diablo en zancos que se pasea por aquí y por allá, y a quien le cuesta trabajo estarse quieto si no se apoya en otra escultura real; está el robot que emite sonidos con un silbatito; y están los tres árabes, que a veces son un árabe, un Quijote y un ángel, o que a veces son un mago bicéfalo. El del lodo y el robot son de Vallarta, el diablo viene de Ciudad del Carmen, y los árabes llegamos de Colima.

IV: El mundo desde los ojos de una estatua

Es algo especial el pasar las vacaciones quieto. Mientras alrededor de uno el mundo bebe, liga, juega, grita, baila y se destrampa, uno observa todo desde el silencio de un pedestal. Miles de personas desfilan frente a nosotros y hacen comentarios, nos palpan, nos fotografía, nos videograban. A estas alturas somos protagonistas indolentes de incontables fotos familiares de semana santa 2007. Mientras, adentro se cultiva el silencio y se goza de él. La observación callada tiene sus ventajas, y la gente que cree que nos observa impunemente en realidad está siendo estudiada por la estatua. Nosotros somos todo oidos y todo ojos, aunque la presencia parezca estar en otra parte. La autoconciencia del cuerpo ayuda a mitigar el cansancio y a apaciguar los dolores que vienen con las horas; la paciencia es el arma que se va afilando, lenta y constantemente. El contraste entre la avidez de un mundo que persigue lo innombrable y la quietud consciente de la estatua permite al actor entrever un más allá que se vislumbra como rendijita de luz. Para eso afila uno el arma.

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