Conciencia

lunes, 30 de noviembre de 2009

El vuelo del colibrí: Más pequeños que el Guggenheim


Cuando Alejandro Ricaño estrenó Más pequeños que el Guggenheim en la pasada Muestra Nacional de la Joven Dramaturgia (15-18 de julio, Querétaro), la recepción por parte del público fue exultante. Aún teniendo una mayoría de teatreros y críticos conformando el respetable, la gente aplaudió como a ninguna otra obra en aquel evento, y los comentarios posteriores a los actores y al dramaturgo/director dejaron constancia de que el estreno había sido un éxito. Hubo, claro, los inevitables cuestionamientos y algunas observaciones (sobre todo respecto a la existencia de un falso final y lo que parecía un epílogo innecesario), pero en general, salieron muy bien librados, cosa que no pudieron decir otros directores y dramaturgos asistentes a esa Muestra.

En esta Muestra hubo lo que se anunció como un taller sobre Hacer crítica en los estados —y que terminó siendo una exhibición de intelectos y egos— en el que los sesudos expositores señalaron que una de las grandes carencias de la dramaturgia mexicana eran los textos que incorporaran teorías y modelos pertenecientes al campo de la ciencia —en particular la Teoría de la Complejidad— y que, en líneas generales, fueran más allá de la comodidad de la escritura simple y directa para explorar otras maneras de contar las historias, jugando a una metatextualidad que trascendiera lo posmoderno (whatever that means). En aquel entonces pensé —y lo sigo pensando—, que Más pequeños que el Guggenheim es una buena respuesta a esa demanda de los analistas de la dramaturgia, porque incurre en valientes piruetas matemáticas sin perder el piso y, a la vez, sin convertirse en algo inexpugnable para el público. En otras palabras, puede satisfacer tanto al que busca complejidad en el texto desde su parnaso retórico-analítico, como al que va al teatro a simplemente pasar un buen rato y divertirse.

El pasado 23 de octubre, Más pequeños que el Guggenheim se presentó en Colima, como última obra de teatro del Festival Alfonso Michel, a invitación de la Secretaría de Cultura (y tras insistentes cabildeos del que esto escribe). Ante un Teatro Hidalgo casi lleno (cabe señalar que en Colima todas las obras presentadas en el Hidalgo son gratuitas, por directiva gubernamental), con algunos minutos de retraso —Ricaño andaba consiguiendo las ramas del árbol—, se abrió el telón para dar paso a lo que fue una de las funciones más exitosas de este año con el público colimense, que cada vez ve más teatro y se va volviendo más demandante (aunque, afortunadamente —creo—, no cae en la obsesión del elevadísimo análisis que le impida gozar un montaje; gracias a Dios no tenemos ese nivel).

El texto de esta obra tiene varios grados de lectura, según uno le quiera (o le pueda) entrar. En una primera instancia está el chistorete fácil, promovido desde que, al inicio, salen los cuatro personajes haciendo un baile que en realidad nada aporta a la obra (y que no es necesario, porque ésta se sostiene sola). En este primer nivel la obra es disfrutable, se carcajea uno, y no se demanda mayor esfuerzo del espectador. Enseguida hay otro nivel de humor más elaborado: haciendo uso del recurso de la reincorporación (y luego de la recursión: la función matemática que se usa a sí misma para definirse), el autor disemina imágenes, chistes, referencias y hasta mentadas de madre que luego son retomadas, varias escenas más adelante, demandando un poco más de esfuerzo por parte del público para hacer la conexión con lo que está trayendo a colación nuevamente. Con la reincorporación constante de referencias, se logra también que el público se mantenga atento a la obra (que es algo larga, dicho sea de paso), pues después del segundo guiño, uno se da cuenta de que nada de lo que se dice es gratuito, sino que todos los detalles cuentan para el desarrollo de la historia.

Un siguiente nivel, más allá de lo que se dice sobre la escena, es el de la anécdota que retrata la situación de los artistas mexicanos, así como esa vieja tara cultural de que si uno se dedica al arte, tarde o temprano “hay que ir a Europa”: ahí nos vemos retratados los artistas que en su momento hemos caído o finteado en esa tentación heredada; en este nivel de entendimiento se hace referencia, como no queriendo, al trauma histórico del pueblo conquistado.

Todavía más allá hay otro nivel, trascendiendo por mucho lo textual, en el que Más pequeños…no es para nada una comedia, sino una obra que habla de asuntos terribles temperados con carcajadas que nos permiten sentirnos cómodos, pero que en el fondo no tienen nada de risible: la vida del Albino y su dramática historia familiar, la frustración del egresado de la escuela de teatro que termina trabajando en Walmart (y toda la cola que esto conlleva en el aspecto sociológico), la incomunicación y alienación de una pareja infeliz (al grado que el esposo decide robarle el auto), la tremebunda ignorancia —e inocencia— de los padres que deciden ponerle Jamblet a su hijo, la impotencia de ver morir a una hija adoptiva y la imposibilidad de formar una familia después de tres abortos, y la doble vida de un gay de closet suicida que disfraza su sensibilidad con un machismo acendrado que a la primera se derrite. No hay (no debería haber) qué mueva a la risa en las historias sórdidas que, en este nivel profundo, hacen de Más pequeños… una obra que no tiene nada de complaciente, pero que está inteligentemente revestida de humor, y que permite que uno mismo decida su nivel de abandono y de implicación.

El dramaturgo quebequense Pascal Brullemans dice que él escribe obras para que, después de salir del teatro, la gente se vaya a tomar una cerveza y siga pensando “Carajo, ¿qué es lo que acabo de ver? ¿Qué me provoca en realidad esta obra?”. Con Más pequeños... pasa eso, uno sale al inicio con la sonrisa llenándole la cara, pero minutos después comienza la reflexión (tanto en el sentido de introspección como en el de verse uno reflejado en el otro), y termina dándose cuenta de que le dieron un gato muy bien disfrazado de liebre, y de que más allá de la cara que duele de tanto reir, hay una tristeza profunda por todas las cosas que, como sociedad, hemos construido alrededor del arte y los artistas (además, claro, de las muy particulares historias personales que se desgranan en este texto).

En el aspecto técnico y práctico, en la función que vimos en Colima hubo un error constante que también se vio en Querétaro, en el estreno: no hay timing para permitir la risa del público: los actores encimaban sus textos, haciendo que en ocasiones uno se perdiera diálogos enteros, pues no calculaban esa pausa que, en la comedia, es tan importante. Fuera de eso (y del bailecito ya mencionado), la obra no tiene patas cojas qué señalar. Seguramente tendrá una acogida interesante en la Muestra Nacional, y será una digna representante de México cuando se presente en España.

Dice Alejandro Ricaño que escribió esta obra específicamente para los cuatro actores que la representan, y eso es evidente sobre el escenario: el casting es inmejorable. Sin embargo, más allá de las actuaciones, y de recursos luminarios, utileros, musicales y espaciales usados con mucho tino, lo que trasciende de Más pequeños que el Guggenheim es la dramaturgia inteligente, usando recursión y reincorporación como si en vez de un texto teatral se tratara de una fórmula matemática, pero sin olvidar que hay un público enfrente que no viene a que le planteen un crucigrama indescifrable. Ojalá que esta obra marque nuevos derroteros a los que escriben teatro en México, y les haga ver que se puede hacer dramaturgia de gran calidad literaria sin tener que convertirla en algo intrincado y elitista.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Martes 17/nov/09: Me quiero enamorar (?)


I: Buenos días
La cosa se empezó a joder cuando los holandeses inventaron el Big Brother y tendieron el campo para la oleada de realities que transformaría la televisión mundial. El reality show como evento televisivo se ha convertido en el pan nuestro de cada día e incluso en una aparente obligación para cualquier cadena que se respete. Hay realities de todos los sabores y colores: del glamoroso Project Runway al vulgar Flavor of Love (que en México refritearon como En busca de la pareja de…). Los hay constructivos, resaltando valores como el trabajo en equipo y el ingenio (El conquistador del fin del mundo, o The Amazing Race), y los hay destructivos, enfocados a mostrar familias disfuncionales y a convertir la vida hogareña en un espectáculo denigrante, como The Osbournes o el extremo de los family reality: Jon and Kate plus 8. Acá en México, desafortunadamente, todo nos llega ya de tercera mano y las tropicalizaciones no siempre resultan afortunadas. Ahí tenemos lo que pasó este domingo en Televisa. Las palabras misteriosas de hoy son: telebasura, amor, paz.

II: “Amado, ven, asómate al principio del mundo”
Hubo un momento en que tanto Jordi Rosado como Andrea Legarreta estaban desencajados y fuera de sus cabales, habiendo perdido completamente las riendas del programa y haciendo agua por todos los frentes. El programa se llama Me quiero enamorar, pero resultó que en la emisión del domingo el último tema que se tocó fue el amor, y en cambio las agresiones y las bajezas campearon a todo lo largo del show, siendo éstas promovidas por la producción a través de ataques y provocaciones a un concursante en especial que, por lo que se vio, sacó a relucir su lado macho y violento, (aunque al final terminó siendo premiado).

No es lo mismo un reality como The surreal life a uno como Me quiero enamorar. En este último los productores y conductores se meten en los muy delicados terrenos de los sentimientos humanos profundos, y si no tienen la preparación para conducir un proceso de esa importancia (como resulta ser el caso de los televisos), el programa se les puede salir de control hasta perderse completamente el objetivo original. Este domingo la emisión del reality dominical exhibió las carencias que como empresa tiene Televisa para aventarse un paquetito de éstos y la falta de ética con que se manejan estas producciones. La violencia psicológica inducida por los conductores se salió de control a tal punto, que Susana Zabaleta (que parecería ser la de más dedos de frente, aunque en realidad es parte de la misma maquinaria) de plano dijo “Por favor, alto, nos están viendo niños, hablemos de otras cosas, por favor, hablemos de amor, cambiemos de actitud”. Fue como si le hablara al aire, pues a pesar de su propuesta de ir a comerciales y regresar con aires renovados, la producción continuó exhibidiendo videos y presentando testimonios tendientes a generar más enojo, más violencia y más encono. Cuando finalmente terminaron las tres horas de emisión el ambiente era lóbrego y los conductores se veían verdaderamente alterados.

En meses recientes se ha visto una tendencia muy marcada de Televisa por producir programas de televisión en los que el amor se anuncia como tema central, pero que en realidad ofrecen una versión muy retorcida e irreal de lo que son las relaciones amorosas, partiendo de la premisa de que “hay que luchar” por el amor, y que enamorarse es un concurso. Desde las varias versiones de Doce Corazones al ya citado (y deleznable) En busca de la pareja de, a su producto estrella, Me quiero enamorar, la televisora más poderosa de México propone un paradigma engañoso de lo que es el amor, y como queriendo y no, está convirtiéndose en una influencia importante para una generación de adolescentes que están aprendiendo que el amor y la violencia van de la mano, y que la competencia desleal, la traición, el engaño, la mentira y las revelaciones escandalosas son parte natural del proceso de cortejo.

Si como sociedad no estamos organizados para impedir que este modelo negativo y esos antivalores se sigan promoviendo por la televisión, tenemos al menos una opción: no prender la tele los domingos por la tarde-noche. En verdad, es una opción muy sana evitar la televisión en ese horario, y dedicar el tiempo a salir con la familia, a platicar, a compartir el cierre del fin de semana. A nivel formal, insisto, no tenemos para dónde hacernos: en nuestro país a la tele nadie la controla, y la autorregulación es inexistente; a nivel personal sí podemos hacer algo: no seguirles el juego.

Resultan reveladores varios versos de Griselda Álvarez en su hermosa Letanía Erótica para la Paz, y son perfectamente aplicables a la ocasión: “Alguien pregona la destrucción, alguien quiere tragarse la palabra humanidad, porque los cerebros fríos se están calentando con odio”. Pero sobre todo, vale quedarse con una reflexión importante de esta Letanía: “No podemos sentarnos y ver cómo crece la angustia donde antes crecía la hierba”.

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martes, 10 de noviembre de 2009

Martes 10/nov/09: Sarkozy, Clinton y las mentiritas

I: Buenos días
A don Eduardo Panduro le encantaba la cacería. Tenía una impactante colección de armas y muchas historias surgidas de sus aventuras con la escopeta al hombro. Yo era un niño cuando él ya era un anciano que vivía sus últimos años con una alegría contagiosa y un gusto ejemplar por el canto y la fiesta, pero igual hay dos o tres cosas que recuerdo bien de él. Cuando había una reunión y él tomaba la palabra, usaba el micrófono para dos cosas: cantar, o contar historias de cacería. Eso sí, don Eduardo era muy astuto: antes de empezar a contar una anécdota que implicara armas, venados y tigrillos, sondeaba a los presentes: “A ver fulanito, ¿tú estuviste esa vez? ¿Y tú, sutanito? ¿Tú tampoco, menganito? ¿Nadie? Ah, muy bien, entonces sí les puedo contar”, y se lanzaba a la narración de historias gloriosas, previa seguridad de que nadie pondría en duda sus desmesuradas aventuras, que tenían más de ficción que de realidad. Total, como dijo aquél, “tú échale Coyote, el papel aguanta”. Las palabras misteriosas de hoy son: mentiritas, políticos, quemadas.

II: “Hubieran visto, ya nos andaba”
El año pasado, cuando andaba en plena campaña contra Obama, a Hillary Clinton se le hizo fácil inventar una historia de balazos: contó cómo 12 años atrás, siendo primera dama, había visitado una convulsionada Bosnia: “Recuerdo que aterrizamos bajo fuego de francotiradores, se suponía que habría una ceremonia de bienvenida, pero en vez de eso tuvimos que correr con las cabezas agachadas hacia los vehículos”, declaró la precandidata presidencial. Para su mala suerte, varios periodistas la habían acompañado en ese viaje, y había testimonios, fotos y videos que contradecían totalmente la versión de Clinton: tuvo una recepción tranquila, con niños vitoreándola y dándole besos, y más tarde incluso participó cantando en un concierto para las tropas en el que estuvo la cantante Sheryl Crow. El fotógrafo del NYT Doug Mills, quien la acompañó entonces como trabajador de AP, dijo, 12 años después, “No recuerdo ninguna conmoción en el aeropuerto. No la recuerdo corriendo hacia ningún carro. Si eso hubiera pasado, le hubiera tomado una foto”. Clinton tuvo que admitir que había exagerado y se llevó una quemada que dio mucho para la diversión con los comediantes de la tele, y que fue bien capitalizada por el equipo rival.

III: “Así es chamacos, yo estuve ahí”
Ayer, emocionado como todos los europeos por el vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín, al presidente francés Nicolas Sarkozy se le hizo fácil inventar una historia de protagonismo a toro pasado: publicó en su Facebook (oh sí) una foto donde, acompañado de Alain Juppé, entonces líder del partido conservador RPR (del que Sarkozy era secretario general adjunto) aparece dándole unos picotazos al muro, según su propia narración, el 9 de noviembre de 1989.

Sin embargo, pronto salieron a la luz contradicciones respecto a la historia, pues aunque según Sarkozy salieron de Francia la mañana del 9 para participar en el derribo del muro en la noche, en realidad a esas horas nadie (ni Helmut Kohl, que andaba en Polonia) sabía que caería el muro, en ese momento todavía no había circulación libre Oeste-Este, y esa noche los martillazos todavía no empezaban. Aún peor, en un libro publicado en 1993, Alain Juppé dice que el viaje a Berlín se realizó el 16 de noviembre (aunque ahora dice que a lo mejor sí fue el 9). Para acabarla de amolar, alguien en el diario francés Le Figaro se zambulló en la hemeroteca y encontró la prueba: el 9 de noviembre de 1989, Sarkozy y Juppé fueron a misa y luego visitaron la tumba de Charles de Gaulle en la población de Colombey-les-Deux-Eglises; de acuerdo a las notas que presenta este diario, no fue sino hasta sábado 18 de noviembre que Juppé anunció su visita a Berlín. Conclusión: Sarkozy hizo el ridículo de manera gratuita, por querer andar de entrelucido.

A los políticos que luego caen en la tentación de querer reescribir la historia para acomodarse mejor en la foto de la posteridad les haría bien seguir el ejemplo de don Eduardo Panduro, que antes de abrir la boca se aseguraba de que nadie más que él mismo pudiera contradecir su dicho. Luego andan quemándose por mano propia, y pero qué necesidad, como dijo aquel otro.

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miércoles, 4 de noviembre de 2009

Corriendo sin balón: La publicidad en el futbol


Recuerdo la primera vez que fui a un estadio de Primera División. Fue a ver un partido Chivas – León en el Jalisco, que fue ganado por las Chivas 3 a 1. En aquel entonces, sentados con un tío en la zona B, recuerdo que salí maravillado por un anuncio publicitario que estaba en la banda opuesta, y que por medio de persianas y un sistema interno de motor y goznes, hacía aparecer alternativamente el logotipo de los cigarros Montana, y unos cinco segundos después, la leyenda “Tu sabor”. Ese era, en aquel entonces, lo más avanzado y llamativo que existía en el mundo de la publicidad durante los partidos de futbol. No había todavía pantallas luminosas ni mucho menos lonas tendidas con logotipos diseccionados en perspectiva anamórfica (esos que se ponen junto a la portería y que, vistos desde la altura de la cámara, dan como resultado visual el logo o nombre de algún producto). Estábamos en la prehistoria de la mercadotecnia, en cierto sentido.

La publicidad ha ido evolucionando del mismo modo que el juego y sus otros alrededores. Conforme las grandes compañías se fueron interesando más en el deporte como vehículo publicitario, hasta la vestimenta cambió. Si comparamos, por ejemplo, un uniforme de cualquier equipo de hace veinte años con uno actual, veremos cómo parece que los vestuarios contemporáneos más que indumentaria se han convertido en pretextos para la publicidad ambulante. En su momento, Hugo Sánchez “innovó” como el primer técnico que abiertamente también cargaba publicidad en su ropa a la hora de los partidos, ganándose no pocas críticas (y seguramente varios miles de pesos).

Quizá la manera más original (y barata, aunque de efectividad a muy corto plazo solamente) de hacer publicidad la hayan ideado los europeos cuando algunas empresas, en particular sitios de internet dedicados a las apuestas, contrataron a individuos con particular gusto por el exhibicionismo (y por el dinero, claro), que saltaban a la cancha completamente desnudos (o a medias) y con leyendas publicitarias o simples direcciones http pintados en la espalda y/o en el pecho. La cosa funcionó las primeras dos, tres veces, pero luego la UEFA, la FIFA y los consorcios televisivos acordaron no mostrar más en pantalla a esos espontáneos que irrumpían sobre las canchas en pleno juego, de modo que ahora cuando este tipo de acciones se dan, los productores de la transmisión tienen como consigna mostrar planos generales del estadio o de plano detalles del público, cualquier cosa menos al invasor del terreno, en un intento de desanimar este tipo de comportamientos (que, por cierto, conllevan su jugosa multa).

En estos días, viendo los partidos de la Serie Mundial, me llamó la atención una modalidad de publicidad en la que no había reparado: en la toma estándar de los lanzamientos, con la cámara apuntando a la espalda del pitcher y la caja de bateo desde el jardín central, aparece un recuadro de publicidad con anuncios de empresas que operan en México. El truco está en que esa pantalla, situada a la derecha del bateador, en la barda atrás de él, es en realidad una pantalla verde, sin ninguna imagen, pero que permite a la post-producción añadir sobre la superficie de color uniforme cualquier logotipo que se desee. De este modo, el consorcio que vende la transmisión a las cadenas internacionales, les facilita que éstas hagan dinero revendiendo, a su vez, la publicidad local, que puede cambiar dependiendo del país y de la región, lo cual representa una muy importante fuente de ingresos para, en el caso de México, Televisa.

Ya no hay muchos límites de ética o de vergüenza profesional a la hora de portar y mostrar publicidad en los eventos deportivos. Esto es una lástima, porque la estética de los estadios, de los jugadores, y del juego en sí, se ve afectada y afeada por estas tendencias del libre mercado que empuja a que todo tenga una rentabilidad económica hasta sus últimas posibilidades. Sin embargo, no hemos visto nada todavía. El futuro de los deportes todavía nos depara algunas sorpresas e innovaciones para perfeccionar la manera de venderle a nuestro subconsciente la idea de que necesitamos un producto que en realidad en realidad, no nos hace ninguna falta.

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