Conciencia

miércoles, 11 de abril de 2007

Domingo: El vuelo del colibrí

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El escenario está enmarcado por una línea de veladoras que guardan lo que de entrada parece una colección de museo: hay decenas de instrumentos, muchos de los cuales tienen solo un nombre genérico pero constituyen las variaciones más creativas del universo musical prehispánico: teponaztli, huhuétl, ocarina, silbato, sonaja, caracol, tambor, collar y cántaro se han dado cita esta noche para conversar con Antonio Zepeda.

La clausura del festival Mítica Comala es el pretexto para el concierto del músico mexicano que, con más de una docena de discos en su haber, ha dado voz a los instrumentos antiguos y ha venido desarrollando, desde los años 60, una música personal inspirado en el espíritu de la melodía autóctona y en su sentido mágico, de comunión con el mundo de lo divino.

El concierto da inicio con un llamado con tambor tarahumara. Amplificado, cada tam tam se convierte en una invocación que va tendiendo una atmósfera de profundidad en el ambiente. Luego, Antonio da un paseo por el escenario, dando la bienvenida a los instrumentos y convocando sus sonidos a través de las notas de una pequeña flauta. A lo largo del concierto, una gran cantidad de pequeños instrumentos de aliento desfilarán por el escenario, imitando al viento, recordando gorjeos de aves, o insinuando una tormenta. Las flautas son caso aparte: las hay de barro y de madera, y durante la velada irán prestando sus notas para tender melodías ya suaves ya galopantes que acompañan a los patrones rítmicos. Digna de mencionarse es de la flauta de tres tubos de barro, que permiten que el músico produzca un sonido particularmente rico, con acordes y melodía solista en el mismo instrumento. Y, si se fija uno con atención, se dará cuenta de que cada vez que Antonio Zepeda toca una flauta, parece que no se detiene a tomar aliento: a través de la respiración circular crea el efecto de una música constante, de un borboteo continuo de notas que no paran.

Una de las primeras piezas de la noche implica a una docena de cántaros que ocupan una esquina del escenario. La excelente microfonía permite apreciar con nitidez cada golpe de la mano en la boca del cántaro, que produce en cada caso una nota distinta, con lo que se conforma un tapiz polifónico sobre el que Antonio se inclina y juega. Después de la presentación de los instrumentos y de una introducción a dos manos, entra el sonido de una pista pregrabada por el mismo músico en estudio, en el que la riqueza de otras percusiones contribuye a poner una base sobre la que se va desgranando la secuencia melódica de los cántaros.

Así, cada pieza por lo general lleva una presentación solista a la que sigue lo que equivaldría a un arreglo orquestal prehispánico. Antonio Zepeda se hinca para solear sobre teponaztlis cuyos tamaños van de los pocos centímetros al metro de longitud, y cuyo rango de sonidos también es muy amplio. Luego se sienta ante un huéhuetl de regular tamaño sobre el que teje un preludio que lo lleva al huéhuetl mayor, de casi un metro de diámetro, al que le saca tanto sonidos profundos como agudos que repiquetean en secuencias veloces. Tocando tanto con las manos como con las yemas de los dedos en toques finísimos, Antonio se suelta sobre el tambor abuelo y con los ojos cerrados convoca a los sonidos antiguos y nos transporta a un tiempo de magia y misticismo.

Todos los instrumentos y objetos que están sobre el escenario son utilizados para crear música. Antonio hace cantar hasta a las piedras en determinado momento cuando toca unas lajas montadas sobre una armazón de madera, sonidos tan dulces que parecen agua encerrada en piedras, y que impresionan de manera particular porque son la manifestación más primitiva y elemental de hacer música, llevada a un grado de belleza que despierta la incredulidad.

El cierre incluye los alientos mayores. Primero, caracoles que recuerdan al mar, y luego un par de instrumentos alargados que, con un efecto de reverb en los micrófonos, se alternan y alargan las notas de despedida. Uno de estos es un tubo alargado, de madera, que recuerda a un didjeridou recortado; y el otro es un cuerno largo, de origen vegetal, que parece un bule con un cuello muy largo y que resulta una suerte de trompeta, que el músico va sonando, cada vez más lento y espaciado, hasta que desaparece detrás del escenario para dar por terminado el concierto, una velada en la que, en un par de horas, Antonio Zepeda nos transportó mil años al pasado y nos hizo revivir los sonidos que forman nuestra raíz.

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