Vamos en un auto, es más de medianoche, carretera, mi amiga Julie, mis amigos Annie y Nelson, su hijo Galael, de dos meses. Regresamos de Granby a Montréal, tras asistir al Festival International de
El silencio del carro es roto por un gemido de Galael, al que sigue un desgranamiento de los sonidos guturales que preceden al llanto de un bebé, el cual se desata en pocos segundos y nos llena de zozobra por un instante. Julie comienza a tararear algo en voz baja, casi un susurro, una canción de cuna inventada, que va saliendo sobre la marcha, para apaciguar a Galael. La canción llega a su final y ella comienza de nuevo. Para cuando empieza la tercera vuelta, Annie se le une. En la cuarta, Nelson. En la quinta, yo.
Y entonces el auto se convierte en una sola canción, y Galael deja de llorar poco a poco y en la oscuridad abre los ojos azorado ante el murmullo de cuatro adultos que van encontrando posibilidades en la melodía de la canción y que empiezan a hacer canon, una segunda voz, algún giro en la intención de una frase, una nota que parece desafinar pero que enriquece el canto, y pasan los minutos y nosotros seguimos cantando y Galael hace rato que se durmió pero nosotros seguimos cantando, a veces en susurro, a veces levantando las voces, cantando, felices de encontrarnos en ese auto, de tener la música, de podernos entender en ese idioma común, de no necesitar las palabras.
Galael durmió hasta el día siguiente.
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