Conciencia

martes, 5 de junio de 2007

Anécdotas insulsas del primer mundo

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I.- Espiando en la calle

Tendrá unos 40 años, pero su rostro y su cuerpo están avejentados y podría tener unos 20 más. ¿Vietnamita, malaya, camboyana, indonesa? Para mis maleducados ojos mexicanos, la mujer que está sentada en la acera, recargada en el poste, podría ser de cualquier lugar de esa Asia del sur cuya vaga geografía nunca llegó a asentarse bien a bien en mi cerebro cuando la estudiaba en la escuela.

La mujer tiene frente a sí un vasito de papel para café. Ese es un estándar en los limosneros en Montreal: el vasito de Starbucks o de JavaU. Ella, además, tiene en su regazo una botella de alcohol barato metida dentro de una bolsa de papel. De cuando en cuando, le da un pequeño sorbo, espaciándolos, haciendo que la botella dure. Ella sabe que tardará otras 7 horas en reunir el dinero suficiente para comprar otra.

Su pelo es entrecano, y está revuelto y mal agarrado por un pañuelo que le medio cubre la cabeza. Pero lo que llama verdaderamente mi atención es su cara: sonríe. Sonríe como una niña, sonríe sin juicio, sonríe porque está perdida y en su realidad y en su mundo es feliz. Sonríe porque ahora tiene una botella que todavía no se ha acabado. Entre los labios se asoman un par de huecos en la dentadura. Y ella sonríe, no mira a nadie, solo sonríe, y de cuando en cuando da un furtivo trago a la botella.

II.- Salvando vidas

Es noche de luna llena, voy saliendo de un concierto en un bar. Estoy a punto de subirme a mi bicicleta para regresar a casa cuando un individuo que va pasando llama mi atención hacia otro hombre que se encuentra dentro de su carro, inconsciente, caído sobre el volante y con el motor encendido, mientras del cofre del auto comienza a salir humo. Dejo la bicicleta y los dos corremos a tratar de reanimar al hombre, que no reacciona. Afortunadamente, el seguro de la puerta está desactivado y podemos abrir el auto y apagar el motor. Del hombre se desprende un fuerte olor a alcohol. Lo reconozco como uno que horas antes me había interpelado en el bar, contándome en un arrastrado francés salpicado de español su viaje a México el año anterior. Resulta, por otra parte, que el buen samaritano que me habló inicialmente se encuentra viajando plácidamente en una nube de sopor provocado por alguna droga indeterminada, de manera que hace mutis cuando hablo de llamar a las autoridades.

Marco el 911 y explico al operador la situación. Una vez proporcionada la ubicación del auto, las autoridades tardan 4 minutos en llegar, personificadas primero en un carro de bomberos con escalera telescópica del que se desprenden 8 apagafuegos con gabardina y casco que hacen una impactante llegada a la discreta esquina de Ontario y Saint André, lugar del incidente. Explico al jefe del grupo la situación y le señalo al conductor ebrio, que sigue inmóvil sobre el volante del auto. Llega una ambulancia, de la que bajan 3 paramédicos con una camilla. Segundos después, tres patrullas que rodean el auto, por si el conductor reacciona inesperadamente e intenta escapar. En total, algunos 20 servidores públicos, entre policías, bomberos y paramédicos. Todo para atender el caso de un conductor borracho.

Un policía muy amable me pide que haga una declaración oficial, siendo el único testigo. Cuento lo que sé, y explico que había visto al conductor un par de horas antes adentro del bar del concierto, bailando en estado visiblemente etílico. Mientras, los paramédicos revisan al borracho y concluyen que no tiene nada grave, que son solo las consecuencias de todo lo que había bebido. Los bomberos comprueban que el cofre del auto ya no humea, y también se despiden. Me quedo con los policías, declarando y dando mis datos mientras dos oficiales despiertan al chofer y lo cargan prácticamente en vilo a la patrulla, donde lo esposan antes de introducirlo en el asiento trasero.

“Muchas gracias, señor, es un acto muy generoso el que usted ha realizado”, me dice el policía a manera de despedida, y me marcho pedaleando colina arriba rumbo a mi casa, pensando en que nunca se me hubiera ocurrido que en México las autoridades enviarían a 20 agentes, empezando por los bomberos, para atender la infracción de un conductor ebrio. Pensando también que es la primera vez que le salvo la vida a alguien. Qué ironía, lo salvo y lo mando a la cárcel.

III.- Momento Kodak. O Sony.

Vamos en un auto, es más de medianoche, carretera, mi amiga Julie, mis amigos Annie y Nelson, su hijo Galael, de dos meses. Regresamos de Granby a Montréal, tras asistir al Festival International de la Chanson Francaise, evento que con la belleza de su música nos ha dejado en un estado de deliciosa lasitud comparable a una buena tarde haciendo el amor.

El silencio del carro es roto por un gemido de Galael, al que sigue un desgranamiento de los sonidos guturales que preceden al llanto de un bebé, el cual se desata en pocos segundos y nos llena de zozobra por un instante. Julie comienza a tararear algo en voz baja, casi un susurro, una canción de cuna inventada, que va saliendo sobre la marcha, para apaciguar a Galael. La canción llega a su final y ella comienza de nuevo. Para cuando empieza la tercera vuelta, Annie se le une. En la cuarta, Nelson. En la quinta, yo.

Y entonces el auto se convierte en una sola canción, y Galael deja de llorar poco a poco y en la oscuridad abre los ojos azorado ante el murmullo de cuatro adultos que van encontrando posibilidades en la melodía de la canción y que empiezan a hacer canon, una segunda voz, algún giro en la intención de una frase, una nota que parece desafinar pero que enriquece el canto, y pasan los minutos y nosotros seguimos cantando y Galael hace rato que se durmió pero nosotros seguimos cantando, a veces en susurro, a veces levantando las voces, cantando, felices de encontrarnos en ese auto, de tener la música, de podernos entender en ese idioma común, de no necesitar las palabras.

Galael duerme hasta el día siguiente.



(Publicado originalmente en el Semanario Avanzada, en enero de 2007.)

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