Cuando Alejandro Ricaño estrenó Más pequeños que el Guggenheim en la pasada Muestra Nacional de la Joven Dramaturgia (15-18 de julio, Querétaro), la recepción por parte del público fue exultante. Aún teniendo una mayoría de teatreros y críticos conformando el respetable, la gente aplaudió como a ninguna otra obra en aquel evento, y los comentarios posteriores a los actores y al dramaturgo/director dejaron constancia de que el estreno había sido un éxito. Hubo, claro, los inevitables cuestionamientos y algunas observaciones (sobre todo respecto a la existencia de un falso final y lo que parecía un epílogo innecesario), pero en general, salieron muy bien librados, cosa que no pudieron decir otros directores y dramaturgos asistentes a esa Muestra.
En esta Muestra hubo lo que se anunció como un taller sobre Hacer crítica en los estados —y que terminó siendo una exhibición de intelectos y egos— en el que los sesudos expositores señalaron que una de las grandes carencias de la dramaturgia mexicana eran los textos que incorporaran teorías y modelos pertenecientes al campo de la ciencia —en particular la Teoría de la Complejidad— y que, en líneas generales, fueran más allá de la comodidad de la escritura simple y directa para explorar otras maneras de contar las historias, jugando a una metatextualidad que trascendiera lo posmoderno (whatever that means). En aquel entonces pensé —y lo sigo pensando—, que Más pequeños que el Guggenheim es una buena respuesta a esa demanda de los analistas de la dramaturgia, porque incurre en valientes piruetas matemáticas sin perder el piso y, a la vez, sin convertirse en algo inexpugnable para el público. En otras palabras, puede satisfacer tanto al que busca complejidad en el texto desde su parnaso retórico-analítico, como al que va al teatro a simplemente pasar un buen rato y divertirse.
El pasado 23 de octubre, Más pequeños que el Guggenheim se presentó en Colima, como última obra de teatro del Festival Alfonso Michel, a invitación de la Secretaría de Cultura (y tras insistentes cabildeos del que esto escribe). Ante un Teatro Hidalgo casi lleno (cabe señalar que en Colima todas las obras presentadas en el Hidalgo son gratuitas, por directiva gubernamental), con algunos minutos de retraso —Ricaño andaba consiguiendo las ramas del árbol—, se abrió el telón para dar paso a lo que fue una de las funciones más exitosas de este año con el público colimense, que cada vez ve más teatro y se va volviendo más demandante (aunque, afortunadamente —creo—, no cae en la obsesión del elevadísimo análisis que le impida gozar un montaje; gracias a Dios no tenemos ese nivel).
El texto de esta obra tiene varios grados de lectura, según uno le quiera (o le pueda) entrar. En una primera instancia está el chistorete fácil, promovido desde que, al inicio, salen los cuatro personajes haciendo un baile que en realidad nada aporta a la obra (y que no es necesario, porque ésta se sostiene sola). En este primer nivel la obra es disfrutable, se carcajea uno, y no se demanda mayor esfuerzo del espectador. Enseguida hay otro nivel de humor más elaborado: haciendo uso del recurso de la reincorporación (y luego de la recursión: la función matemática que se usa a sí misma para definirse), el autor disemina imágenes, chistes, referencias y hasta mentadas de madre que luego son retomadas, varias escenas más adelante, demandando un poco más de esfuerzo por parte del público para hacer la conexión con lo que está trayendo a colación nuevamente. Con la reincorporación constante de referencias, se logra también que el público se mantenga atento a la obra (que es algo larga, dicho sea de paso), pues después del segundo guiño, uno se da cuenta de que nada de lo que se dice es gratuito, sino que todos los detalles cuentan para el desarrollo de la historia.
Un siguiente nivel, más allá de lo que se dice sobre la escena, es el de la anécdota que retrata la situación de los artistas mexicanos, así como esa vieja tara cultural de que si uno se dedica al arte, tarde o temprano “hay que ir a Europa”: ahí nos vemos retratados los artistas que en su momento hemos caído o finteado en esa tentación heredada; en este nivel de entendimiento se hace referencia, como no queriendo, al trauma histórico del pueblo conquistado.
En esta Muestra hubo lo que se anunció como un taller sobre Hacer crítica en los estados —y que terminó siendo una exhibición de intelectos y egos— en el que los sesudos expositores señalaron que una de las grandes carencias de la dramaturgia mexicana eran los textos que incorporaran teorías y modelos pertenecientes al campo de la ciencia —en particular la Teoría de la Complejidad— y que, en líneas generales, fueran más allá de la comodidad de la escritura simple y directa para explorar otras maneras de contar las historias, jugando a una metatextualidad que trascendiera lo posmoderno (whatever that means). En aquel entonces pensé —y lo sigo pensando—, que Más pequeños que el Guggenheim es una buena respuesta a esa demanda de los analistas de la dramaturgia, porque incurre en valientes piruetas matemáticas sin perder el piso y, a la vez, sin convertirse en algo inexpugnable para el público. En otras palabras, puede satisfacer tanto al que busca complejidad en el texto desde su parnaso retórico-analítico, como al que va al teatro a simplemente pasar un buen rato y divertirse.
El pasado 23 de octubre, Más pequeños que el Guggenheim se presentó en Colima, como última obra de teatro del Festival Alfonso Michel, a invitación de la Secretaría de Cultura (y tras insistentes cabildeos del que esto escribe). Ante un Teatro Hidalgo casi lleno (cabe señalar que en Colima todas las obras presentadas en el Hidalgo son gratuitas, por directiva gubernamental), con algunos minutos de retraso —Ricaño andaba consiguiendo las ramas del árbol—, se abrió el telón para dar paso a lo que fue una de las funciones más exitosas de este año con el público colimense, que cada vez ve más teatro y se va volviendo más demandante (aunque, afortunadamente —creo—, no cae en la obsesión del elevadísimo análisis que le impida gozar un montaje; gracias a Dios no tenemos ese nivel).
El texto de esta obra tiene varios grados de lectura, según uno le quiera (o le pueda) entrar. En una primera instancia está el chistorete fácil, promovido desde que, al inicio, salen los cuatro personajes haciendo un baile que en realidad nada aporta a la obra (y que no es necesario, porque ésta se sostiene sola). En este primer nivel la obra es disfrutable, se carcajea uno, y no se demanda mayor esfuerzo del espectador. Enseguida hay otro nivel de humor más elaborado: haciendo uso del recurso de la reincorporación (y luego de la recursión: la función matemática que se usa a sí misma para definirse), el autor disemina imágenes, chistes, referencias y hasta mentadas de madre que luego son retomadas, varias escenas más adelante, demandando un poco más de esfuerzo por parte del público para hacer la conexión con lo que está trayendo a colación nuevamente. Con la reincorporación constante de referencias, se logra también que el público se mantenga atento a la obra (que es algo larga, dicho sea de paso), pues después del segundo guiño, uno se da cuenta de que nada de lo que se dice es gratuito, sino que todos los detalles cuentan para el desarrollo de la historia.
Un siguiente nivel, más allá de lo que se dice sobre la escena, es el de la anécdota que retrata la situación de los artistas mexicanos, así como esa vieja tara cultural de que si uno se dedica al arte, tarde o temprano “hay que ir a Europa”: ahí nos vemos retratados los artistas que en su momento hemos caído o finteado en esa tentación heredada; en este nivel de entendimiento se hace referencia, como no queriendo, al trauma histórico del pueblo conquistado.
Todavía más allá hay otro nivel, trascendiendo por mucho lo textual, en el que Más pequeños…no es para nada una comedia, sino una obra que habla de asuntos terribles temperados con carcajadas que nos permiten sentirnos cómodos, pero que en el fondo no tienen nada de risible: la vida del Albino y su dramática historia familiar, la frustración del egresado de la escuela de teatro que termina trabajando en Walmart (y toda la cola que esto conlleva en el aspecto sociológico), la incomunicación y alienación de una pareja infeliz (al grado que el esposo decide robarle el auto), la tremebunda ignorancia —e inocencia— de los padres que deciden ponerle Jamblet a su hijo, la impotencia de ver morir a una hija adoptiva y la imposibilidad de formar una familia después de tres abortos, y la doble vida de un gay de closet suicida que disfraza su sensibilidad con un machismo acendrado que a la primera se derrite. No hay (no debería haber) qué mueva a la risa en las historias sórdidas que, en este nivel profundo, hacen de Más pequeños… una obra que no tiene nada de complaciente, pero que está inteligentemente revestida de humor, y que permite que uno mismo decida su nivel de abandono y de implicación.
El dramaturgo quebequense Pascal Brullemans dice que él escribe obras para que, después de salir del teatro, la gente se vaya a tomar una cerveza y siga pensando “Carajo, ¿qué es lo que acabo de ver? ¿Qué me provoca en realidad esta obra?”. Con Más pequeños... pasa eso, uno sale al inicio con la sonrisa llenándole la cara, pero minutos después comienza la reflexión (tanto en el sentido de introspección como en el de verse uno reflejado en el otro), y termina dándose cuenta de que le dieron un gato muy bien disfrazado de liebre, y de que más allá de la cara que duele de tanto reir, hay una tristeza profunda por todas las cosas que, como sociedad, hemos construido alrededor del arte y los artistas (además, claro, de las muy particulares historias personales que se desgranan en este texto).
En el aspecto técnico y práctico, en la función que vimos en Colima hubo un error constante que también se vio en Querétaro, en el estreno: no hay timing para permitir la risa del público: los actores encimaban sus textos, haciendo que en ocasiones uno se perdiera diálogos enteros, pues no calculaban esa pausa que, en la comedia, es tan importante. Fuera de eso (y del bailecito ya mencionado), la obra no tiene patas cojas qué señalar. Seguramente tendrá una acogida interesante en la Muestra Nacional, y será una digna representante de México cuando se presente en España.
Dice Alejandro Ricaño que escribió esta obra específicamente para los cuatro actores que la representan, y eso es evidente sobre el escenario: el casting es inmejorable. Sin embargo, más allá de las actuaciones, y de recursos luminarios, utileros, musicales y espaciales usados con mucho tino, lo que trasciende de Más pequeños que el Guggenheim es la dramaturgia inteligente, usando recursión y reincorporación como si en vez de un texto teatral se tratara de una fórmula matemática, pero sin olvidar que hay un público enfrente que no viene a que le planteen un crucigrama indescifrable. Ojalá que esta obra marque nuevos derroteros a los que escriben teatro en México, y les haga ver que se puede hacer dramaturgia de gran calidad literaria sin tener que convertirla en algo intrincado y elitista.
El dramaturgo quebequense Pascal Brullemans dice que él escribe obras para que, después de salir del teatro, la gente se vaya a tomar una cerveza y siga pensando “Carajo, ¿qué es lo que acabo de ver? ¿Qué me provoca en realidad esta obra?”. Con Más pequeños... pasa eso, uno sale al inicio con la sonrisa llenándole la cara, pero minutos después comienza la reflexión (tanto en el sentido de introspección como en el de verse uno reflejado en el otro), y termina dándose cuenta de que le dieron un gato muy bien disfrazado de liebre, y de que más allá de la cara que duele de tanto reir, hay una tristeza profunda por todas las cosas que, como sociedad, hemos construido alrededor del arte y los artistas (además, claro, de las muy particulares historias personales que se desgranan en este texto).
En el aspecto técnico y práctico, en la función que vimos en Colima hubo un error constante que también se vio en Querétaro, en el estreno: no hay timing para permitir la risa del público: los actores encimaban sus textos, haciendo que en ocasiones uno se perdiera diálogos enteros, pues no calculaban esa pausa que, en la comedia, es tan importante. Fuera de eso (y del bailecito ya mencionado), la obra no tiene patas cojas qué señalar. Seguramente tendrá una acogida interesante en la Muestra Nacional, y será una digna representante de México cuando se presente en España.
Dice Alejandro Ricaño que escribió esta obra específicamente para los cuatro actores que la representan, y eso es evidente sobre el escenario: el casting es inmejorable. Sin embargo, más allá de las actuaciones, y de recursos luminarios, utileros, musicales y espaciales usados con mucho tino, lo que trasciende de Más pequeños que el Guggenheim es la dramaturgia inteligente, usando recursión y reincorporación como si en vez de un texto teatral se tratara de una fórmula matemática, pero sin olvidar que hay un público enfrente que no viene a que le planteen un crucigrama indescifrable. Ojalá que esta obra marque nuevos derroteros a los que escriben teatro en México, y les haga ver que se puede hacer dramaturgia de gran calidad literaria sin tener que convertirla en algo intrincado y elitista.
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