A mi izquierda, un grupo de adolescentes alcoholizados hasta la euforia gritan “Ro-ge-lio ro-ge-lio” y arman escándalo, y se toman fotos, y presumen orondos las cámaras digitales que lograron introducir, burlando la vigilancia. Y es que en cuanto a la seguridad y la organización de este concierto, se ven muchas deficiencias. Adentro hay botellas, cámaras al por mayor, algunas sillas plegables (de los fans de mayor edad) y hasta una guitarra en la tribuna este (con sus respectivos intérpretes exaltados), que durante el intermedio constituirá el espectáculo off stage.
A mi derecha dos parejas de ciencuentones miran con una mezcla de lástima y desprecio a los escandalosos, y discretamente se pasan el cigarrillo de cannabis entre ellos. Es un público multicolor, sin edad definida, el que se ha concentrado este atardecer en el estadio 3 de marzo de Guadalajara para ver y escuchar a uno de los fundadores de Pink Floyd: Roger Waters, el bajista al que se deben trabajos como The Wall y Dark Side of the Moon, elementos clave en la historia del rock progresivo y en general de la música contemporánea.
El escenario es impresionante. La pantalla gigante que sirve de fondo al escenario proyecta una imagen de una mesa con una botella de whisky y un vaso. Atrás, hay un radio antiguo sobre el que encontramos un avión y un soldado de juguete. La nitidez es tal que da la impresión de tridimensionalidad, y el público se emociona cuando de pronto entra en cuadro una mano que sirve de la botella al vaso y que introduce un cigarro en el decorado. Este será el leitmotiv del concierto: con el pretexto del radio antiguo, las canciones se irán desgranando, previas al concierto y durante él, como si se tratara de una velada unipersonal disfrutando del tabaco, el alcohol y la buena música.
Finalmente, con una hora de retraso porque la gente no acababa de entrar, aparece el maestro Waters. La primera parte del concierto es un regalo para complacer. Desde el primer acorde de In the flesh, el público se entrega. Viene una secuencia de delicadezas: Mother, Wish you were here, The final cut, Shine on you crazy diamond… es como si uno mismo hubiera armado su concierto ideal y lo estuviera escuchando. También un par de canciones de Waters como solista y, momento clave del concierto, la presentación de un tema nuevo. Beirut es precedido por uno de los pocos discursos del inglés durante el concierto. La canción es una remembranza de un viaje efectuado como adolescente a través del medio oriente, y de su experiencia con una familia de Líbano. Desde una perspectiva muy humana, Roger Waters cuestiona la reciente invasión a Líbano y aprovecha para enviarle un Mensaje a Bush: “la educación texana te jodió el cerebro desde una edad temprana”.
El concierto está lleno de mensajes políticos. En Mother, que es apenas la segunda canción de la noche, Waters pregunta “Mother should I trust the government?” y se responde él mismo “No fucking way!”, apoyado por el alarido de las 25 mil gargantas que llenan el estadio. Constantes referencias a la guerra y a la intromisión de Inglaterra en países ajenos también son repetidas a través de las imágenes de la pantalla, que son todo otro espectáculo aparte. Un concierto de Roger Waters no solo es la extraordinaria música, sino el sorprendente bombardeo visual que complementa lo auditivo. Es música para más de un sentido.
Desde el principio del concierto todos nos preguntábamos “¿dónde está el cerdo?”. Sabíamos que no podía faltar el cerdo que desde la portada de Animals se convirtió en uno de los símbolos utilizados por Pink Floyd. La respuesta vino al finalizar la primera mitad del concierto. Mientras suenan los acordes de Sheep, aparece por el lado izquierdo de cancha el cerdo enorme, rosado, con colmillos y ojos chispeantes, volando sobre las cabezas de un público que pasa de la sorpresa al asombro y de pronto en el estadio se hace un instante de silencio reverente: el cerdo impone, admira, acojona. El momento de admiración da pie a la euforia cuando empezamos a leer los mensajes pintados en los costados y la barriga del globo: “Kafka manda”, “El habeas corpus importa”, “Fuera Bush” (impreso bajo la cola del animal), “Cerdo Bush, alto al muro de la frontera” y, en la barriga del cerdo, “Libres al fin” (mala traducción de “Free at last”, que en realidad es “Al fin libre”, en singular). Pasean al cerdo por media cancha, atado por un par de cables, y de pronto, cuando Sheep se ha convertido solo en una atmósfera que acompaña el desfile del globo, lo sueltan. A todos se nos va el aliento por un momento. El cerdo vuela, libre al fin, y se va, impulsado por el viento, hacia el cielo tapatío. Un seguidor lo alumbra mientras Waters indica que tomarán un descanso de 15 minutos y que pronto regresarán para continuar tocando. Mientras el cerdo se va haciendo pequeño, hacia el noreste, por el sureste del estadio aparece la luna llena, como buen anticipo de lo que viene.
La coincidencia de que esa fuera noche de luna llena es más que feliz para darle significado al siguiente platillo: Dark side of the moon, completito. Desde que se oyen los primeros sonidos de Breathe, el público estalla en júbilo. Y conforme van pasando las canciones, se celebra cada una. Momento de reverencia especial es cuando se escuchan las primeras notas de The great gig in the sky, una canción de culto, en la que la improvisación de la cantante nos eleva, nos conmueve, nos hace pensar en los misterios de la muerte y nos deposita finalmente en una cuna de poesía hecha sonidos. La gratificación a la cantante es un largo aplauso, que se hace ovación cuando suena el patrón rítmico de Money.
Total, que también la segunda parte del concierto es una delicia. Es casi como estar escuchando a Pink Floyd, con algunas alteraciones menores en la interpretación (sintetizadores que no tienen exactamente el mismo sonido que los originales, algún doble golpe al bombo que no está en la partitura, riffs de la guitarra más libres, cosas así). Cuando llega el final, la gente pide más, por supuesto, y los músicos regresan con Another brick in the wall, que es coreado por los asistentes. Es impresionante escuchar a un estadio completo gritando “We don’t need no thought control”, sobre todo porque hay un mensaje político que trasciende fronteras: mientras Waters piensa en Tony Blair, los mexicanos pensamos en nuestros villanos locales, y la cosa adquiere sentido. Luego, por si faltara algo, interpretan Bring the boys back home, y el público se vuelve loco y todos gritan el reclamo de regresar los soldados a casa. Pero falta la puntilla: el estadio se viene abajo con el primer acorde de Confortably numb, que resulta el cierre perfecto para enviarnos a casa confortablemente aturdidos. Ha sido un concierto excelso, un espectáculo único en la vida. A sus 61 años, Roger Waters sigue siendo un maestro, nos lo demostró esta noche.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario