Hace unos días, en una fiesta con un grupo de amigos en Manzanillo, alguien mencionó de pasada a “los náufragos”. Yo, que no sabía a qué náufragos se refería, inocentemente pregunté “¿cuáles náufragos?”. Se hizo un silencio en la sala y todos voltearon a verme: “¿Cómo de que cuáles náufragos? ¡LOS Náufragos!”. Al ver mi perplejidad, comenzaron a mirarme como si yo fuera un bicho raro y con cara de “¿qué le pasa a este tipo, cómo de que no sabe cuáles náufragos?”, así que hube de confesar, de la manera más humilde, y con cierto sobresalto, que no tenía la más remota idea de a qué se referían.
Resulta que el año pasado viví fuera de México durante varios meses. Y resulta que durante esos meses me perdí de una historia que todos los mexicanos conocen: la de los náufragos famosos. Es impresionante cómo puede uno perderse una referencia cultural que por lo que veo ya pasó a la historia mexicana, que forma parte del imaginario nacional y de las leyendas que se guardan en el mismo lugar que la muerte de Paco Stanley y el Chupacabras. En un nivel inicial, créanme, se siente una desazón y una cierta zozobra perturbadora al darse cuenta de que uno no sabe algo que todos los demás saben. Es una ignorancia particularmente desesperante. Ver la expresión de la gente mientras uno se exprime el cerebro produce una sensación casi irreal de estar soñando la escena, porque no se puede concebir que uno no sepa algo que todos, absolutamente todos los demás saben, y tan saben que lo tienen integrado ya como un símbolo más del gran tapiz de la cultura nacional.
Total, que mis amigos se arrebataron la palabra para contarme la historia de los náufragos. Siendo varios de ellos hijos de pescadores, y habiendo vivido siempre a la orilla del mar, el primer juicio que emitieron, apenas comenzada la historia fue: “es puro cuento”. Así que entre retazos de narración y la intercalación multivoz de juicios negativos y datos que exponían la falsedad del caso, me fui enterando maravillado de que justo en los días de más efervescencia por la cuestión postelectoral en el país, un trío de pescadores que había desaparecido de San Blas, en las costas de Nayarit reapareció cerca de las Islas Marshall 289 días después de haber zarpado. Dos de sus acompañantes habían muerto. El asunto, según me contaron, fue ampliamente cubierto por los medios nacionales, en particular la televisión, que dedicó horas de transmisión al tema y convirtió a los rescatados náufragos en héroes.
Sin embargo, me contaron mis amigos, pronto surgieron las dudas sobre la historia y contradicciones en los dichos de los náufragos. No pocos se preguntaron cómo es que habían sobrevivido nueve meses comiendo solamente peces y bebiendo agua de la lluvia. Por qué su salud era tan buena al ser rescatados, si todos los pescadores saben del daño de los rayos del sol en la piel y en los ojos, por no hablar de la deshidratación, el escorbuto, la avitaminosis y una larga lista de problemas que conllevan el estar a la deriva en una lancha, que además “traía dos motores de 250 caballos cada uno. Eso nomás los narcos”. Encima, estaba el asunto de las corrientes marinas, que no correspondían con la ruta, ni en cuanto a la orientación ni en cuanto a la velocidad con que la lancha supuestamente se habría desplazado.
Pero en fin, no se trata de aburrir a los lectores con un refrito de una saga que conocen mucho mejor que yo. Lo que me pareció interesante de todo este descubrimiento de la historia de los náufragos es el microanálisis que se puede hacer de un momento particularmente importante en la vida mexicana, viendo sobre todo la actuación de la prensa nacional a la distancia (temporal y geográfica, por mi parte).
Primero que nada, el momento en que se dio este suceso fue verdaderamente oportuno para ciertas instancias: eran los días de la discusión, de la protesta, de la exigencia de cuentas claras en una elección con irregularidades probadas. Más que en ninguna otra ocasión de la historia mexicana, un proceso electoral había sido fuertemente vigilado y cuidadosamente seguido y documentado por millones de ciudadanos, que a través de los reportes vía internet, de las fotos con celular, de los videos caseros, reunieron pruebas que no hacían tan fácil para el sistema, como en otras ocasiones, ocultar las irregularidades del caso.
Pero Big Brother conoce muy bien la mentalidad de los mexicanos. Y recordó que ya en 1996, con un país convulsionado por las crisis políticas y económicas, un monstruo exótico había hecho su irrupción en las pantallas nacionales como un efectivo medio de distracción para desviar la atención de los problemas que ese año representó para el país; de manera que se vio, en agosto de 2006 que era el momento adecuado para repetir la fórmula del Chupacabras.
No iba a ser tan fácil fabricar otro animal mitológico, y para la idiosincrasia mexicana caería bien un milagro, así que de algún modo aparecieron estos náufragos. Pocos, los implicados solamente, sabrán cuál fue el trasfondo operativo para todo este asunto: salieron de Colombia, apoyados por algún generoso barón; de Panamá, con la colaboración de algún funcionario corrupto del Canal; de Puerto Escondido, tras unas últimas cervezas en la playa Zicatela; o acaso de Puerto Vallarta mismo, vía Guadalajara -Los Ángeles y Honolulu para llegar finalmente a Majuro, en las Islas Marshall (1,834 dólares en clase económica), de donde los volaron en helicóptero a un punto predeterminado donde los esperaba su panga, transportada vía Pacífico gracias a la gentileza de una fragata de la marina norteamericana, cuya amable colaboración fue posible merced a discretas presiones de la CIA cuyo director a su vez fue requerido de hacer este servicio por medio de una llamada telefónica del vicepresidente, que la realizó tras consultar con su jefe y convenir las ventajas que les otorgaría la negociación secreta que acababa de conducir con el caballero de traje de lino negro cuya visita no oficial el gobierno mexicano rogó aceptar con la mayor premura y sigilo.
En fin, son elucubraciones. Pocos sabrán la verdad.
El caso es que la prensa nacional, casi en su totalidad, abrazó el caso de los náufragos y exprimió todo el jugo sensacionalista que la historia pudo soltar. Desde la sorpresa del rescate hasta las sospechas de fraude, pasando por las especulaciones sobre el canibalismo. Era un asunto de prioridad A, escandaloso, morboso, vendible, de modo que las televisoras mandaron reporteros a las Islas Marshall para documentar el traslado de los mexicanos a casa. Los siguieron a Hawai, donde fueron recibidos con guirnaldas y fotografiados por los periodistas locales y de las agencias internacionales. El día que llegaron a México, los tres sobrevivientes dieron una conferencia de prensa apenas pisando territorio nacional.
En la conferencia de prensa, los náufragos fueron cuestionados repetidamente por varios reporteros en torno a las contradicciones que la historia presentaba y a su condición física, que no reflejaba en absoluto lo que una persona sometida a la inclemencia de los elementos marinos sufriría en 289 días a la deriva. Simplemente el escorbuto, enfermedad que minó grandemente a las expediciones que crearon el nuevo mapa del mundo en los siglos XV y XVI, tarda apenas de uno a tres meses en hacer su aparición una vez que se da en la persona la falta de ingesta diaria de vitamina C. Los recién llegados tenían la dentadura intacta y se presentaban rozagantes, con indicios panza chelera uno de ellos.
Sin embargo, en esas está la prensa nacional, en los cuestionamientos, cuando hace su irrupción Ana María Lomelí, de Tv Azteca y se roba la conferencia: como no queriendo la cosa, le da al náufrago Jesús Vidaña un pequeño aparato de televisión donde está la imagen de su esposa y su hija (a quien supuestamente no conoce), que lo están esperando en un estudio de la televisora. La reacción de los demás reporteros es ruidosa y expresa repudio: esto no es un talk show exclusivo, es una conferencia de prensa para todos los medios. Encima, se trata de una transmisión en vivo, red nacional, pero los dos de Tv Azteca no se arredran ni muestran una pizca de ética periodística o mínimo de decencia humana: con la cara más dura que tienen, cínicamente toman posesión y conducción del evento, y ya no se pueden hacer más preguntas: han secuestrado a los rescatados. Esa noche rodará una cabeza menor en Televisa, producto de un ataque de furia del director de noticieros.
A través de internet se pueden consultar varios de los videos que las televisoras transmitieron en esos días de darle vueltas a la noticia. La prensa internacional también se ocupó del caso, prácticamente todas las agencias noticiosas del mundo transmitieron la noticia, aunque fuera de México el tono fue mucho más escéptico. Hubo incluso un reportero de The Independent que el mes pasado vino a entrevistar a Salvador Ordoñez, el último de los rescatados que quedan en San Blas. Los otros dos se fueron del puerto. A partir de esta entrevista, el reportero elaboró un reportaje crítico en el que cita a lugareños, expertos en nutrición y en oceanología, pescadores, autoridades y medios varios, y concluye que el suceso parece más un fraude bien elaborado que un milagro de Dios.
Esta historia no ha acabado. El 20 de enero la periodista Cristina Malvido presentó en Tepic el libro Los náufragos de San Blas, una investigación sobre la historia detrás de la historia. Por otra parte, y poco después del rescate, el exvicepresidente ejecutivo de Tristar Columbia Pictures, Joe Kissack, neoconverso con intenciones de hacer una película de corte religioso, encontró en los náufragos la historia de fe que andaba buscando, y firmó con ellos un contrato para explotar en libro y cine la historia, asegurándoles sueldos y regalías hasta el 2014 por una cifra que, según los rumores, fue de casi 4 millones de dólares.
Es por eso que seguramente en este momento el náufrago Lucio Rendón le exprime una cerveza a su limón mientras recuesta los pies sobre la tumbona forrada con una tela de flores tropicales y se reacomoda los lentes oscuros. Contempla la puesta del sol en el mar con cierto aire de tristeza, y el roce sobre la piel de una de las últimas rachas de aire caliente del día le provoca un estremecimiento. Le da un trago a la cerveza y tras deglutirla, expresa un breve “ah” de satisfacción que se alarga en suspiro. El sol se está poniendo. Lucio se santigua. Como cada día desde que fue rescatado, agradece a la Virgen por estar vivo, porque es rico y ya no tiene que pescar; porque todo salió, a fin de cuentas, como se lo prometió el caballero del traje de lino negro.
(Publicado originalmente en el Semanario Avanzada en febrero de 2007)