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II: Snow on the roof
El 4 de marzo del 2009, el New York Times hacía notar que, a solo 44 días de haber asumido la presidencia de los Estados Unidos, la cabeza de Barack Obama había c
Un estudio médico del creador del concepto RealAge asegura que, durante sus mandatos, los presidentes norteamericanos envejecen a un ritmo real del doble que el resto de los mortales. El ejercicio del poder desgasta, y no hace falta ser un halcón para notarlo: los gobernantes salen con menos pelo, más canas, más arrugas, y peor salud que como entraron. El carácter, inevitablemente, también cambia.
Los que detentan un puesto de elección popular están sometidos a presiones particulares y a agendas inestables, horarios de comida no fijos, situaciones de estrés constante, y, sobre todo, una alta demanda a su capacidad para estar en muchas partes al mismo tiempo, metafóricamente hablando. Los que gobiernan duermen poco, y algunos en particular, mal (algunos gobernantes encuentran solaz en mantener azuzados a sus subalternos llamándolos por teléfono a deshoras).
Un humano sometido a tales exigencias tiene que contar con un plan de soporte para poder funcionar adecuadamente. No solo se trata de tener un régimen adecuado de alimentación y bienestar físico, sino de un mantenimiento de la cabalidad mental y el equilibrio emocional: un presidente bajo estrés, con poca capacidad para manejar sus emociones, y con propensión al temperamento colérico, termina tomando decisiones pobres y desempeñando un trabajo contraproducente: ahí tienen a Calderón.
En cambio, un mandatario que se da tiempo para reflexionar, para observarse a sí mismo, para hacer más eficientes sus procesos físicos y mentales (o somáticos, usando la acepción moderna del término, usada por Feldenkrais y otros estudiosos del potencial humano) y para cuidar su salud mental, funcionará mejor para sí y para los otros, y no solo será un mejor gobernante, sino también un ser humano más feliz.
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